El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció la imposición de un arancel del 100 % a todas las importaciones de chips y semiconductores que provengan de países cuyos fabricantes no produzcan dentro del territorio estadounidense o no hayan iniciado procesos formales para hacerlo. La medida, presentada en la Oficina Oval, busca proteger la industria tecnológica nacional y reducir la dependencia externa en un sector clave para la economía, la defensa y el desarrollo estratégico del país.
Trump fue enfático al declarar que esta política no es una advertencia simbólica, sino una decisión ejecutiva con aplicación inmediata. Las empresas que importen chips desde fábricas extranjeras deberán pagar el doble de su valor en aranceles, a menos que demuestren que han establecido operaciones de manufactura en Estados Unidos. Además, se especificó que la exención solo aplicará a aquellas compañías que ya estén construyendo plantas en suelo estadounidense. En caso de detectar incumplimientos, el Departamento del Tesoro podrá aplicar el arancel de manera retroactiva.
El anuncio coincidió con una aparición pública del CEO de Apple, Tim Cook, quien se comprometió a elevar la inversión de la compañía en Estados Unidos a 600 mil millones de dólares. Parte de estos recursos se destinarán a la construcción de una nueva planta dedicada a la inteligencia artificial en Texas, así como a una academia de manufactura en Detroit. Según Cook, esta expansión garantizará que Apple cumpla con los requisitos de producción nacional exigidos por la administración y le permita evitar sanciones comerciales.
La medida se inscribe dentro de una estrategia más amplia de reindustrialización nacional impulsada por Trump desde su primer mandato, ahora revitalizada con un enfoque más agresivo. En las últimas tres décadas, la producción de semiconductores en Estados Unidos ha disminuido drásticamente: en 1990 representaba cerca del 40 % del total mundial, mientras que hoy se estima en apenas un 12 %. Esta pérdida de competitividad ha sido considerada una amenaza a la seguridad nacional, especialmente frente al avance de China, Taiwán y Corea del Sur en esta industria.
Desde el gobierno, se argumenta que los aranceles buscan corregir décadas de desinversión, fomentar la repatriación de cadenas de valor y estimular la creación de empleos técnicos altamente calificados. También se señala que los semiconductores están presentes en la mayoría de los dispositivos tecnológicos modernos, desde teléfonos y computadoras hasta autos, armamento, sistemas de comunicación y satélites, por lo que recuperar su control es una prioridad estratégica.
Sin embargo, la iniciativa ha generado controversia. Economistas advierten que un arancel tan elevado podría encarecer los productos electrónicos y afectar negativamente a los consumidores estadounidenses. Los fabricantes que aún no tienen capacidad instalada en Estados Unidos podrían ver comprometida su viabilidad operativa. Además, hay preocupación por posibles represalias comerciales de países aliados que exportan tecnología de punta a Estados Unidos y que podrían considerar esta política como una violación a acuerdos de libre comercio.
Algunas naciones europeas, así como Japón y Corea del Sur, ya han comenzado negociaciones bilaterales para buscar exenciones o reducciones del arancel, en un intento por evitar una guerra comercial abierta. Voces críticas dentro del Congreso también han cuestionado el carácter selectivo de la medida, argumentando que podría utilizarse políticamente para beneficiar a ciertas empresas estadounidenses mientras se castiga a sus competidores.
Pese a las críticas, Trump se mostró firme y aseguró que “la era de la dependencia tecnológica ha terminado”. Según su visión, esta política representa el inicio de un renacimiento industrial que devolverá a Estados Unidos su lugar como líder mundial en innovación y fabricación avanzada. Advirtió que no habrá marcha atrás y que se vigilará estrictamente el cumplimiento de los criterios establecidos para evitar fraudes o simulaciones.
En este contexto, el sector tecnológico estadounidense enfrenta un escenario de ajustes intensos. Las grandes compañías deberán acelerar sus planes de inversión local y adaptar sus cadenas de suministro para cumplir con los nuevos requisitos. Al mismo tiempo, las relaciones comerciales internacionales se verán obligadas a recalibrarse ante una política industrial que, aunque ambiciosa, implica altos riesgos económicos, diplomáticos y sociales.
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